sábado, 1 de octubre de 2011

El campo del alfarero, de Andrea Camilleri

Tiempo atrás había leído el título, sólo el título, de un ensayo llamado Dios está cansado. Una vez Livia le había pre­guntado en plan polémico: «Pero ¿tú crees en Dios?» El pensó entonces que en un dios de cuarto orden, un dios menor. Des­pués, con el paso de los años, había llegado al convencimiento de que no existía ni siquiera un dios de última fila, sino tan

sólo el pobre titiritero de un pobre teatro de marionetas siciliano, ese que trata de Carlomagno y los paladines de Francia. Un titiri­tero que se esforzaba en llevar a buen puerto las representacio­nes como mejor sabía y podía. Y en cada representación que conseguía sacar adelante, el esfuerzo era cada vez más arduo y agotador. ¿Hasta cuándo podría resistir?

lunes, 20 de junio de 2011

Siete conversaciones con Borges, por Fernando Sorrentino


... creo que un escritor no debe intentar nunca un tema contemporáneo, ni una topografía muy estricta. Porque inmediatamente van a descubrir errores. O, si no los descubren, van a buscarlos, y, buscándolos, los encontrarán. Por eso, yo prefiero situar mis cuentos siempre en lugares un poco indeterminados y hace muchos años.

Los hermanos González Tuñón lo acusaban a Arlt de ignorar el lunfardo. Y entonces Arlt contestó —es la única broma que le he oído a Arlt: claro que yo he hablado muy poco con él—: "Bueno", dijo, "yo me he criado entre gente humilde, en Villa Luro, entre malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas", como indicando que el lunfardo era una invención de los saineteros o de los que escriben letras de tango.

Antes de haber escrito una línea, yo sabía, de un modo misterioso y, por eso mismo, indudable, que mi destino era literario. Lo que yo no supe al principio es que, además del destino de lector —que no me parece menos importante que el otro— tendría también el destino de escritor.

Para mí, la idea de estar rodeado de libros ha sido siempre una idea preciosa. Y aun ahora, que no puedo leer los libros, la mera cercanía de ellos me produce una suerte de felicidad: a veces, una felicidad un poco nostálgica, pero felicidad al fin.

Al mismo tiempo, he sentido como posiblemente verdadera la sentencia de Pater, según la cual todas las artes aspiran a la condición de la música: posiblemente, porque en la música la forma se confunde con el fondo; no podemos vivirla.

Cuando estuve en Texas, una muchacha alta, rubia, me dijo: "Cuando usted escribió el poema El Gólem, ¿usted se propuso utilizar el mismo argumento de Las ruinas circulares?". Y yo le dije: "No me lo propuse, pero le agradezco mucho a usted que me haya señalado esa afinidad —que es verdadera—, y ahora se da el hecho casi mágico de que yo haya viajado desde el fin del mundo, desde Buenos Aires, hasta Texas, al borde del desierto, y que usted me revele algo que yo ignoraba de mi propia obra".

Lo que menos me ha interesado en La divina comedia es el valor religioso. Es decir, me han interesado los personajes, me han interesado sus destinos, pero todo el concepto religioso, la idea de premios y de castigos, es una idea que no he entendido nunca. La idea de que nuestra conducta personal pueda interesarle a la Divinidad, y la idea de que mi vida personal —esto ya lo he dicho alguna vez— pueda merecer castigos eternos o recompensas eternas me parece absurda. La parte ética de La divina comedia es la parte precisamente que no me ha interesado nunca.

Y eso yo lo sentí hace tiempo, en un poema titulado La noche que en el Sur lo velaron, donde digo, con alguna exageración acaso perdonable, que la noche nos libra de una de las mayores congojas: la prolijidad de lo real; es decir, de día recorremos una ciudad hecha de pormenores, y de noche, en la alta noche, sobre todo en los barrios extremos, recorremos una ciudad simplificada, una ciudad que tiene la sencillez de un plano o de un sueño.

Por ejemplo, hay una broma —no sé si la hemos recordado ya— que es obra de un primo mío, Guillermo Juan Borges: "Había tan poca gente en el concierto, que, si falta uno más, ya no cabe". Pero él la hizo porque estaba en el ambiente de Macedonio.

Mi padre ya se había acostado, y yo sabía que mi padre era un hombre que ponía la cabeza en la almohada y se quedaba dormido en seguida (una vez me dijo que él, siempre, antes de dormir, pensaba en un país fantástico —no quería darme ningún detalle sobre ese país—, y que luego ya empezaba a soñar con ese país y se quedaba dormido).

Yo nunca he leído periódicos. Y nunca los he leído porque, por alguna perversidad mía, me interesa lo que ha sucedido hace mucho tiempo más que lo contemporáneo.

Por lo demás, Wilde y Conan Doyle eran amigos, y además eran irlandeses los dos; aunque Conan Doyle nació en Edimburgo, en Escocia. A mí me pareció raro el hecho de que se lo considerara como irlandés, pero, irrefutablemente, me contestaron: "Si una gata pariera en un horno, ¿llamaría usted a lo que ella pariera gatitos o panes?" Y me parece que tenía razón, ¿no?

F.S. Usted insiste, con cierta frecuencia, en que usted es haragán...
 J.L.B. ¡Muy haragán!
 F.S.... pero sus obras abarcan un considerable número de páginas.
 J.L.B. Es que la obra de un escritor está hecha de haraganerías. El trabajo esencial del escritor consiste en distraerse, en pensar en otra cosa, en fantasear, en no apresurarse para dormir sino imaginar algo... Y luego viene la ejecución, que ya es el oficio. Es decir, no creo que sean incompatibles las dos cosas. Además, creo que cuando uno está escribiendo algo más o menos bueno, uno no lo siente como una tarea, lo siente como una distracción. Una distracción que no excluye la inteligencia, como tampoco, la excluye el ajedrez, que me agrada mucho y que me gustaría saber jugar —siempre he sido un mal ajedrecista.

De todos ellos, los que más me han impresionado son el Libro de Job, el Eclesiastés y, evidentemente, los Evangelios. La idea singularísima de dar un carácter sagrado a los mejores libros de una literatura no ha sido —creo— estudiada con toda la atención que merece. No sé de ningún otro pueblo que haya hecho lo mismo. El resultado es una de las obras más ricas que los hombres poseen.

jueves, 9 de junio de 2011

La tempestad, Juan Manuel de Prada


Nadie altera sus hábitos impunemente, nadie se inmiscuye en otras vidas sin padecer un contagio irreversible, nadie otorga a otro su odio o su amistad sin recibir a cambio un cargamento de culpas y confidencias no deseadas y lágrimas retenidas.

Corazón tan blanco, Javier Marías


… y sin embargo nos va la vida y se nos va la vida en escoger y rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y que pueda contarse.
  
Los hombres inquietos, cuanto más viejos más quieren seguir viviendo, y si sus facultades no se lo permiten con plenitud, entonces buscan la compañía de quienes son capaces de narrarles la existencia que ya no está a su alcance y les prolongan la vida vicariamente.

Las máscaras del héroe, Juan Manuel de Prada


En el desván de aquella casa aprendí, después de familiarizarme con la vigilia y con los muertos del Viaducto, que los espejos flanquean nuestra vida, como ángeles de la guarda, prefigurando al hombre futuro que ya pronto seremos, ese hombre envejecido por las claudicaciones y los anhelos no realizados. Los espejos no reflejan la realidad, sino que la anticipan.

Las palabras, Jean Paul Sartre


La ilusión retrospectiva está hecha migas; martirio, salvación, inmortalidad, se derrumban, el edificio cae en ruinas, agarré al Espíritu Santo en la bodega y lo explulsé de allí; el ateísmo es una empresa cruel y de largo aliento: creo que lo he llevado hasta el fondo.