martes, 13 de octubre de 2009

Acerca de Roderer - Guillermo Martínez

... porque los acostumbrados a seducir, aun los más generosos, tienen este egoísmo de orgullo: el de no querer dejar a nadie fuera de su abrazo.

Muchas veces pensé después en esta risa y en las frases hechas sobre la adolescencia. La edad de los absolutos, la edad de la contaminación necesaria, la edad en que se llora cuando los demás ríen y se ríe cuando los demás lloran. Parece casi una broma que estas frases benévolas, razonables, adultas, con que se perdonan a coro las viejas atrocidades y se limpian en el tiempo las culpas, lo aludan sin saberlo, en cada palabra. Yo también creo a veces que estábamos espoleados y que otra risa más fuerte se alzaba a nuestra espalda.

La casa era una de las pocas que quedaban en pie de la época en que Puente Viejo era el balneario donde veraneaba el gobernador y aun arruinada como estaba no había perdido un aire de majestad que hacía difícil adivinar si habría costado unas monedas o una fortuna.

... era una mujer bajita y descolorida, que había abandonado su cuerpo al paso de los años y no parecía desear ya nada para sí.

... yo elegiría la matemática, el único campo donde la inteligencia logró llegar lo bastante lejos como para quedar a solas consigo misma.

Eso es lo acabado en el fondo: una simulación racional, un artificio. Pero en las equivocaciones, a través de las grietas, uno puede asomarse a veces al verdadero abismo, a la visión original.

Y cuando le preguntan si existe para él una pasión más fuerte que el amor responde sin dudar: Sí, la curiosidad del espíritu.

Lo formuló, sí: el héroe sin alma, el héroe que clama por un alma, pero en el camino acabó por aplastarlo la tradición literaria, que admite que cualquier pasión se lleve a los extremos, amor, odio, celos, cualquiera, menos la pasión intelectual, el viejo prejuicio que identifica inteligencia con frigidez. ¡Como si la inteligencia no pudiera arder y exigir las hazañas más altas, la vida misma!

Debe ser cierto que hay para cada deseo una mortificación o tal vez, simplemente, cosas que no se dejan ver antes de tiempo, pequeños misterios enloquecedores que esperan en la sombra su ocasión exacta.

Llega un momento en que hasta lo que más te gustaba te empieza a cansar. Hay que acostumbrarse. Pero está bien que sea así. Es la misericordia de la vejez: que te canse la vida.

En la breve escalera que conducía al salón de juegos me invadió esa sensación de realismo trucado con que vuelven a existir y comparecen íntegros, exactos, sin fallas, los lugares a los que no se pensaba regresar nunca.

Roderer no se había expuesto a la vida y la vida, con un respeto burlón, había pasado a su lado sin t

Es notable lo que uno puede llegar a decir cuando está dispuesto a no dejar de hablar: me encontré haciendo una especie de balance de mi vida –de lo que yo creía que era una vida– en un tono satisfecho, casi desafiante: una exhibición ridícula de mis pequeños triunfos y cada cosa que añadía, de un modo irrefrenable, sólo conseguía empeorar la anterior. Fue, creo, la vergüenza de escucharme lo que finalmente me hizo callar.