Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.
Tendía la mirada al límite del horizonte nocturno, en donde sabía que se encontraba el campamento de los enemigos, y con los brazos cruzados se apretaba con las manos los hombros, contento de la certidumbre conjuntamente de realidades lejanas y distintas, y de su propia presencia en medio de ellas. Sentía la sangre de aquella guerra cruel, derramada en mil riachuelos sobre la tierra, llegar hasta él; y se dejaba lamer por ella, sin experimentar ira ni piedad.
No hay nada que guste tanto a los hombres como tener enemigos y comprobar después si son verdaderamente como se los imaginaron.
No hay noche de luna en que en las almas malvadas las ideas perversas no se enmarañen como nidadas de serpientes, y en que en las almas caritativas no nazcan lirios de renuncia y dedicación.
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