domingo, 22 de mayo de 2011

Todos los hombres son mortales, por Simone de Beauvoir


Atravesó el descanso y bajó la escalera silenciosa donde brillaban palanganas de cobre. Le horrorizaba dormirse; cuando uno dormía, siempre había otras personas despiertas y no se conservaba ningún poder sobre ellas.

Miró las pantallas de pergamino, las máscaras una por una y que le recordaban minutos preciosos; ahora callaban. Los minutos se habían marchitado; éste iba a marchitarse como los otros. La niña ardiente había muerto, la mujer ávida iba a morir, y esa gran actriz que ella deseaba ser tan apasionadamente también iba a morir. Quizá los hombres se acordarían durante un tiempo de su nombre. Pero ese gusto singular de la vida en sus labios, esa pasión que ardía en su corazón, la belleza de las llamas rojas y su magia misteriosa, nadie podría recordarlos.

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