miércoles, 30 de marzo de 2011

Los celtas y sus mitos, por Mariano Fontodrona


Recordemos la lapidaria frase de Tácito, para quien eran bárbaros, es decir extranjeros, todos aquellos pueblos que comían pan de centeno en lugar de pan de trigo, que cocinaban con grasas de animales en vez de hacerlo con aceite de oliva, y que bebían cerveza u otros brebajes fermentados, pero no vino. Dicho en otras palabras, que no poseían las tres plantas básicas de la cultura mediterránea, a saber, el trigo, la vid y el olivo.

Las curvas y las espirales cel­tas no tienen una anchura uniforme. Ya hemos dicho que muchas veces se inspiraron en las algas y en los helechos, que sin duda impresionaron poderosamente la imaginación céltica.

Algunas de estas vasijas o jarros —stamnos, de dos asas, y oenochoe, de una sola, según las deno­minaciones griegas— encontrados en tumbas, con­tenían restos del producto que los llenó en otro tiempo. Era vino que los celtas compraban a los mercaderes del sur, pero mezclado con pimienta blanca, para aumentar la fuerza del alcohol y el ardor del brebaje. Así, a través de los abismos del tiempo, nos ha llegado este mensaje del alma salvaje, bravía y alegre de los celtas.

Era una típica costumbre de los celtas, para que sus hijos crecieran más fuertes, viriles e inteligentes, no tenerlos siempre a su lado, sino cederlos, al llegar a la pubertad, a una familia amiga y de confianza, a veces vecina y a veces alejada. De esta manera, los adolescentes aprendían a obedecer a sus nuevos, aunque temporales familiares, y se acostumbraban a tener responsabilidades, quedando apartados del exagerado amor maternal.

La fama de las cualidades de los celtas hizo que en diversas ocasiones sus jefes y caudillos fueran elegidos como árbitros para mediar en las querellas de otros pueblos. Algunos conceptos básicos del derecho internacional se formaron en las culturas célticas. Conocieron los tratados, las federaciones de pueblos, las entrevistas entre jefes —que ahora llamaríamos «a alto nivel»—, las garantías, los rehenes y hasta la cláusula de «nación más favorecida». Un jefe de una tribu céltica, según Polibio, fue elegido unánimemente como árbitro para resolver una disputa entre la colonia griega de Bizancio y el rey de Bitinia, y parece ser que su gestión fue coronada por el más envidiable de los éxitos.
Quien mataba a un extranjero, o al miembro de otras federaciones o clanes, era castigado con la máxima pena; mientras que el homicidio contra un miembro del propio clan o tribu sólo se castigaba con el des­tierro.

Su amor a la libertad era inconmensurable. Difícilmente resistían el cautiverio, y antes de caer prisioneros se quitaban voluntariamente la vida, no sin antes haber dado muerte a sus esposas, a sus propios hijos, a sus servidores, y hasta a los caballos y perros de su predilección.
Resulta muy interesante la tendencia de los cel­tas a convertir en tríadas ciertas divinidades que originariamente eran una sola persona; aunque el fenómeno no ha sido debidamente analizado todavía.

Cuando Alejandro Magno visitó a las tribus célticas, cerca del Danubio, un celta anónimo le dijo: «Nosotros sólo tememos a que se caiga el cielo.»

La base del respeto que los galos sentían por la institución de los druidas radicaba en ser considerados como los depositarios de todos los conocimientos de los pueblos célticos. Ciertos autores griegos llaman a los druidas filósofos, teólogos y fisiólogos, esto es, médicos. La educación, el Derecho, la elocuencia y la poesía estaban también en sus manos. Todo ello les daba una autoridad omnímoda, de la que es difícil hacernos cargo, o darnos cabal cuenta, desde nuestro punto de vista actual. Un ejemplo in­creíble de ello es el hecho de que, si aparecían los sacerdotes druidas entre dos ejércitos o facciones galas combatientes —cosa que ocurría con gran fre­cuencia dado el carácter belicoso de aquellos pueblos—, la lucha cesaba al instante y los enemigos olvidaban sus querellas, cesaban la efusión de san­gre y se sometían gustosamente al arbitraje de los druidas.

Al pie de la sagrada encina, el gran druida pro­nunciaba ciertas fórmulas, procedía a quemar un trozo de pan y vertía unas gotas de vino sobre el altar. Seguidamente ofrecía el pan y el vino en sacrificio, distribuyéndolo entre los presentes.  

Es un hecho curiosísimo, explicado por Jullian y otros autores, que el día veinticinco de diciembre se encendían grandes hogueras, en las cumbres de las montañas, para anunciar a las gentes que el Sol —Hu— acababa de nacer. Y tanto los sacerdotes druidas como el ígnaro pueblo se ador­naban con flores de siempreviva. Era la pública señal de que el astro rey vivía, y ardía, nuevamente.
Cuenta Tácito, en los Anales, que los druidas de la isla de Molas oraban con las manos levantadas hacia el cielo, en una actitud parecida a la del oran­te cristiano.

Las antiguas tradiciones marineras hacen referencia a las islas y a las rocas habitadas por las druidesas, y señaladas por el pue­blo como lugares encantados. Así, por ejemplo, la isla del Sena, o Liambis, la de Saints, cerca de Ushant —donde nació el sabio y mago Merlín, se­gún cuenta la fábula—.

 Santiago Valentí Camp, en su obra citada, sostiene que el espíritu druida perduró en la Orden reformada de los Bardos que, según la leyenda, fue fundada por el mitológico Merlín a finales del siglo V. 






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