domingo, 10 de abril de 2011

El séptimo velo, por Juan Manuel de Prada


El cerebro humano, que se muestra incapaz de pensar al mismo tiempo en dos cosas distintas cuando lo hace de forma consciente, piensa simultáneamente en millones de cosas cuando se abandona a la inconsciencia; algunas de ellas se muestran en su nitidez más iluminadora y rotunda, lo mismo que en un cardumen de peces se muestran con gran claridad los que merodean la superficie del agua...

En determinadas condiciones, las razones irrazonables llegan a ser irresistibles, de tan poderosas: hay en todo hombre -ya desde nuestros primeros padres, allá en el jardín del Edén- un deseo de aniquilación, un deseo de probar aquello que le perjudica.


Cuando se llama a una puerta que se desconoce, nunca se sabe quién nos abrirá, mucho menos el recibimiento que nos dispensará; puede que una vez franqueada nos depare hallazgos que hubiésemos preferido ignorar, pero cuando los engranajes de la curiosidad se ponen en marcha no hay aldaba que no sacudan, ni timbre que se resistan a pulsar.

Yo hubiera necesitado, antes que cualquier otra cosa, que velase mi insomnio y extinguiera mi desazón, hubiera necesitado la aquiescencia de su respiración sobre mi respiración, como un bálsamo que aquietase mis presagios, hubiera necesitado el refugio de su cuerpo junto al mío, pero hay necesidades que no pueden formularse.


Los acontecimientos extraordinarios, luctuosos o felices, no transforman el alma de un hombre, sino que más bien la liberan de adherencias y la hacen más nítida y despojada, sacan a la luz y decantan aquello que permanecía oscuro o apenas formulado, reprimido o subterráneo, hasta enfrentarnos a lo que verdaderamente somos, más allá de lo que deseábamos ser.
 
Se había casado buscando ese sucedáneo de dicha que proporcionan la protección y el acomodo; pero sólo cuando el hombre que le había brindado estos alicientes quedó desposeído de su riqueza había vislumbrado la verdadera dicha. Quizá la felicidad consista, a la postre, en reconciliarnos con lo que verdaderamente somos, con lo que verdaderamente fuimos, renunciando a vanas aspiraciones y vanos consuelos.


Aunque no lo reconociera expresamente, Lucía seguía amando a Jules; lo amaba de ese modo esquinado, aguzado de aristas, ensordecido con una espesa capa de despecho, con que solemos amar a quienes más daño nos han hecho, a quienes con estricta lógica más deberíamos aborrecer.


Una de las magias más gratificantes que la vida nos depara consiste en espiar el sueño de quienes amamos: inconscientes y con los párpados caídos, se dejan apropiar enteramente por la mirada que los venera; en su indefensión plena y confiada, se ofrecen a nuestra observación puros como niños, invulnerables como dioses.


La mente humana es como Salomé al inicio de su danza, escondida del mundo exterior por siete velos de reserva, timidez, miedo... Con sus amigos, un hombre normal se quita primero un velo, luego otro, puede que hasta tres o cuatro en total. Con la mujer a la que ama se quita cinco, o quizá seis si entre ellos existe gran confianza, pero nunca los siete. A la mente humana también le gusta cubrir su desnudez y guardar su intimidad para sí. Salomé se quitó el séptimo velo por propia voluntad, pero la mente humana suele ser más recatada.


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