martes, 12 de abril de 2011

Los siete locos, Roberto Arlt


Su centro de dolor se debatía inútilmente. No encontraba en su alma una sola hendidura por donde escapar. Erdosain encerraba todo el sufrimiento del mundo, el dolor de la negación del mundo. ¿En qué parte de la tierra podía encontrarse un hombre que tuviera la piel más erizada de más pliegues de amargura? Sentía que no era ya un hombre, sino una llaga cubierta de piel, que se pasmaba y gritaba a cada latido de sus venas. Y sin embargo, vivía. 

Ahora estaba sentado al borde de la silla, la espalda arqueada, los codos apoyados en las rodillas, las mejillas enrejadas por los dedos, la mirada fija en el pavimento. La piel amarilla pegada a los huesos planos del semblante le daba la apariencia de un tísico. Un cúmulo de iniquidades salía de su garganta, sin interrupciones, sordamente, como si recitara una lección estampada al frío en el plano de su conciencia. El Astrólogo, tapados los labios con los dedos, lo escuchaba mirándolo extrañado. Se había imaginado muchas cosas, mas no tantas. 

-¿Qué es lo que hago con mi vida? –decíase entonces, queriendo quizás aclarar con esta pregunta los orígenes de la ansiedad que le hacía apetecer una existencia en la cual el mañana no fuera la continuación de hoy con su medida de tiempo, sino algo distinto y siempre inesperado como en los desenvolvimientos de las películas norteamericanas, donde el pordiosero de ayer es el jefe de una sociedad secreta de hoy, y la dactilógrafa aventurera una multimillonaria de incógnito. 

Su vida se desangraba. Toda su pena descomprimida extendíase hacia el horizonte, entrevistó a través de los cables y de los tranvías y súbitamente tuvo la sensación de que caminaba sobre su angustia convertida en una alfombra. Así como los caballos que, desventrados por un toro se enredan en sus propias entrañas, cada paso que daba le dejaba sin sangre los pulmones. Respiraba despacio y desesperaba de llegar jamás. ¿A dónde iba? Ni lo sabía. 

Súbitamente el remordimiento le entristecía el alma, se acordaba de su esposa que por falta de dinero tenía que lavarse la ropa a pesar de estar enferma, y entonces, asqueado de sí mismo, saltaba del lecho, le entregaba el dinero a la prostituta, y sin haberla usado, huía hacia otro infierno a gastar el dinero que no le pertenecía, a hundirse más en su locura que aullaba a todas horas. 

Pensaba telegráficamente, suprimiendo preposiciones, lo cual es enervante. Conoció horas muertas en las que hubiera podido cometer un delito de cualquier naturaleza, sin que por ello tuviera la menor noción de su responsabilidad. Lógicamente, un juez no hubiera entendido tal fenómeno. Pero él ya estaba vacío, era una cáscara de hombre movida por el automatismo de la costumbre.

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