martes, 7 de junio de 2011

Diario de lecturas, Alberto Manguel


Lluvia. Me gusta quedarme en la cocina después del desayuno, y ponerme a leer, pero recuerdo que hoy termina el plazo para una reseña que prometí escribir. No consigo librarme de la convicción de que sólo descansaré después de haber hecho mis deberes. La idea de pasar la mañana sin trabajar, dedicado al ocio, con un libro que no tengo que leer por obligación, me resulta casi impensable. Me pasaba lo mismo de chico, cuando sabía que no me era posible enfrascarme en mis juegos hasta después de ordenar mi cuarto (por ejemplo). ¿Por qué? 

Me enfurece la desaparición de las cosas, me enfurecen esos cambios brutales. Y cuanto más envejezco, más deprisa se producen los cambios: amigos que desaparecen, paisajes que se abarrotan y desordenan. Quiero que mis amigos sigan siempre ahí, quiero que los sitios que me gustan sigan igual. Quiero que haya determinados puntos fijos en el universo con los que pueda contar. No quiero seguir echando de menos voces, rostros, nombres. Quiero ser capaz de andar con los ojos vendados. No quiero tener que aprender a moverme por las habitaciones una y otra vez. Quiero poder iniciar conversaciones sin ningún tipo de preámbulos ni de introducciones.

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