martes, 7 de junio de 2011

La octava maravilla, Vlady Kociancich


No era arrepentimiento ni disgusto. Era el justificado temor a las consecuencias de un abrazo apresurado y fortuito. Un hombre es un animal distraído, no así la mujer, que para la memoria del amor es una mezcla de la Biblioteca de Alejandría con Catón el Viejo.

En la vida de un hombre, que es muy corta -dijo su voz serena- no duele lo que se ha perdido. Duele la huella donde ha estado el pie. 

La realidad nunca se ajusta a nuestros sueños -suspiraba cuando estaba muy cansado o demasiado triste-. Pero la realidad no tiene la culpa. Tengo que ser un hombre de mi tiempo. Un hombre que toma lo que hay y lo disfruta como puede. 

Imaginaba el abandono como una muerte. No se me ocurrió que la vida suele tener más imaginación que uno, que siempre queda espacio para otros dolores. Pero había lugar y se ubicaron correctamente, en esa ordenada y asombrosa sucesión de hechos desgraciados que es una mala racha, hasta despojarme de toda esperanza, incluso de la miserable expectativa de alcanzar, no ya un puerto sino una playa y tirarme boca abajo sobre la arena para recuperar el aliento o qué demonios, siquiera morirme en paz, no tener que hacer un solo movimiento en dirección a nada ni a nadie. 

Labores solitarias y secretas como la mía conducen a la pérdida del tiempo compartido. A medida que adquiría confianza en el papel, me volvía desatento a mis obligaciones, confundía los hombres de la gente, olvidaba las fechas, no acertaba la dirección de una calle. Por eso, la felicidad que me dieron mis traducciones no estuvo desprovista de inquietud. Pronto descubrí que mi temor era ridículo, que las personas que me reprochaban mi desprecio por la realidad, que me parecían tan alertas a ella, estaban sólo alertas a su propio sueño. Si se enojaban conmigo, era porque no soñábamos lo mismo.

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