jueves, 9 de junio de 2011

Zama, Antonio Di Benedetto


Comenzaba la tarde, pero tanto mal me había dado aquel día que me espantaba continuarlo. Sin embargo, no se puede renunciar a vivir medio día: o el resto de la eternidad o nada. 

Encendí fuego. Busqué mi pavita y preparé mate.
Lo sorbí despacio, sentado en una banqueta ante la puerta de la cocina.
Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.
Tan despejado como el universo celeste estaba yo.
Pensé en Marta, sin pena.
El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió. 

Creo que entonces, junto con esa incertidumbre del objetivo, comenzó a poseerme la certeza de que, en cualquier lugar, mis probabilidades serían las mismas. Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí. Siempre se espera más. Sin embargo, esto lo discernía mi entendimiento; pero, con prescindencia de él, estaba entregado a una bruta inercia, como si mi cuota estuviese por agotarse, como si el mundo fuera a quedar despoblado porque yo no iba a estar más en él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario